Mercedes Rodríguez (35 años), una sevillana residente en Madrid, ha estado con su pareja en Creta este verano del 4 al 15 de agosto. “Dios qué solana”, comenta al recordar su llegada al aeropuerto de Heraclión, la capital de la isla. Y eso que no aterrizó a mediodía, lo hizo de madrugada. “Íbamos con gafas y gorro desde las ocho de la mañana, era impactante ver ese sol tan temprano”. Las temperaturas no fueron para Mercedes una tortura. “Quizá, porque soy sevillana”. Aun así, el tiempo frustró alguno de sus planes. Ella y su pareja se quedaron sin caminar por la garganta de Samaria, en las Montañas Blancas de Creta. En el kilómetro cero de la ruta, ya con el calzado adecuado en los pies, descartaron la aventura. “Sabíamos que no lo íbamos a pasar bien” por el calor. La pareja estaba muy preocupada por si la isla estaba abarrotada, pero se llevaron una sorpresa. Siempre encontraron sitio en la playa, a pesar de que habían escuchado que era difícil. Quizá esas temperaturas extremas han sido disuasorias para algunos. “Aunque era agosto, no había tantos turistas como pensaba”, concluye Mercedes.
Los datos. El extremo calor que se ha vuelto a vivir este verano en el sur de Europa ha hecho que muchas miradas se dirijan hacia el impacto que puede tener en el turismo. «Las olas de calor pueden reducir el atractivo del sur de Europa como destino turístico a largo plazo o, al menos, reducir la demanda en verano», advertía un informe de finales de julio Moody’s. Otro estudio, elaborado por el Joint Research Centre, de la Comisión Europea, advertía del trasvase de turistas que se producirá desde las regiones más al sur de la UE a las del norte. En un escenario de calentamiento global de 4 grados (ahora estamos en 1,2 respecto a los niveles preindustriales) la región griega de las islas Jónicas sería la más perjudicada en la reducción de las pernoctaciones. Le siguirían las islas griegas del norte del mar Egeo, las del sur del Egeo, Chipre y las Islas Baleares.