Pantalón negro elegantísimo, qué clase, camiseta arcoíris, fácil y ligero, tan hermoso como si su cuerpo perfecto, sus 184 centímetros y más de 70 kilos, fuera una emanación de la bicicleta, el tronco extendido, los muslos atrás en el sillín, las manos bajas en el manillar, boca cerrada, lejos de él las exhibiciones de lenguas gigantescas que no le cabían en la boca a Tom Boonen, como mucho aprieta los dientes en los momentos de ansia y de vibración máxima de su bici tan aerodinámica, las ruedas deshinchadas lo justo, y solo la nuca arrugada, los pliegues del cuello que inclinado se alarga reptil sobre la guía, la cabeza sepultada entre sus anchísimos hombros, le traicionan, le humanizan, indican a los aficionados pasmados que él, Mathieu van der Poel, no es una máquina, sino una persona que hace un esfuerzo máximo, 400 vatios durante 30 segundos en cada pierna, que son mazas.
El viento del sur cálido le empuja. Y, sin descomponer su figura ni un segundo, armónico, baila sobre las piedras, la tumba de tantas ilusiones. El infierno es él. La carrera es maravillosa.
Así es el demonio de la Roubaix, el dictador del Infierno del Norte que acelera en Orchies, el camino de las Oraciones, donde nadie le esperaba, tramo número 13, solo tres estrellas porque sus adoquines no son irregulares o picudos o inestables entre agujeros invisibles como los terribles cinco estrellas del bosque de Arenberg o el Cruce del Árbol y su curva mortal de 90 grados o el falso llano traicionero de Mons en Pévèle. El camino de las Oraciones, y nadie en el pueblo sabe por qué se llama así, transcurre muy regular y polvoriento entre plantas de achicoria, remolacha que asoman y trigo que en abril lluvioso está verde hermoso. Quedan 60 kilómetros para el velódromo. Los que le acompañan en el grupo principal le ven partir, fulminante, partiendo de la quinta plaza, a rueda iba de Mads Pedersen, el único rebelde, y solo pueden pensar en rezar, en luchar por ser segundos, lejos de la locura de un ciclista, Van der Poel, 29 años, siempre nieto de Poulidor, para quien todo parece fácil. Por el honor lucharon al sprint en el velódromo Pedersen, que fue campeón del mundo, Philipsen, segundo ya el año pasado y ganador en San Remo en marzo, y el alemán Niels Politt, segundo en Roubaix hace cinco años. Entran en el velódromo a tres minutos de Van der Poel. Philipsen, segundo de nuevo, como en 2023, se impone al bravo Pedersen.
“Quería honrar el maillot arcoíris. Mostrarlo bien. Para nada tenía pensado atacar ahí, tan lejos, solo quería endurecer la carrera porque sé que ahí radica mi fuerza”, dice, después de uno de los ataques más lejanos que se recuerdan en la carrera que se disputa desde 1896, y desde uno de sus tramos más fáciles. “Pero cuando vi que había hecho hueco y que tenía el viento a favor ya supe que no iba a parar. En Roubaix siempre hay que temer una caída o un pinchazo, pero yo estaba tranquilo porque tenía el coche del equipo conmigo. Pude disfrutar del final, y mucho más que la semana pasada en Flandes, donde ahí sí que llegué al límite”. Después, se fue a entrenar alrededor de su casa en Moraira, Alicante, antes de regresar el jueves a los adoquines del norte.
Hace una semana, el Koppenberg, barrizal sobre piedras resbaladizas al 18%, pareció para él, uno de los solos tres que superaron el monstruo sin poner pie a tierra, una pista de despegue, un aeropuerto liso y feliz. Ganó entonces, también con un ataque lejano, de 45 kilómetros, solo, el Tour de Flandes, y gana hoy la Roubaix, como solo siete ciclistas antes que él, y no está el caníbal Merckx entre ellos –Impanis, De Bruyne, Van Looy, De Vlaeminck, Van Petegem, Boonen y Cancellara–, han conseguido. Y gana como campeón del mundo, como Peter Sagan hace seis años. Mata el suspense. Convierte las carreras más duras, y también los campeonatos de ciclocross, en paseos apasionados y solitarios, y mata el suspense, como otros grandes de su generación, Pogacar, Evenepoel, hacen también en sus territorios. Y tal es su poder que de la manera más magnífica, desmembrando al pelotón antes, entre tramos de pavés que sus tropas del Alpecin atraviesan a ritmo militar, sin piedad, y unos abanicos vistosos en zonas de asfalto con viento lateral, reduce al absurdo la polémica sobre la chicane a la entrada de Arenberg, la isleta que obligan a rodear para reducir la velocidad del pelotón. Llegaron solo 30 delante. Pedersen y Van der Poel los primeros. Y allí, después de frenar para superar el obstáculo, comenzó la carrera.
La belleza de los Monumentos ya no es la lucha, sino la exaltación de los héroes únicos, y el elogio de los derrotados que, como Pedersen, no se rinden antes de caer muertos. Es el segundo Infierno, el sexto monumento del hijo de Adrie van der Poel, un corredor neerlandés dignísimo que se sorprende cada día de lo que su hijo hace: tres Flandes, dos Roubaix, una San Remo, y ganó en Mundial y hasta vistió de amarillo en el Tour, reparando la gran pena de su abuelo, que, torturado por Jacques Anquetil, nunca lo consiguió.
Es miembro de todos los clubs selectos de los más grandes clasicómanos salvo de uno, el de los ganadores de los cinco monumentos –San Remo, Flandes, Roubaix, Lieja, Lombardía—que solo son tres y los tres son belgas: Van Looy, De Vlaeminck y Merckx. Los aficionados lo desean, pero los especialistas lo ven imposible: podría ganar Lieja, porque sus montes aunque requieran esfuerzos más largos que los de Flandes o los tramos de pavés de Roubaix, están a su alcance, pero no así Lombardía, que exige dotes y cuerpecito de escalador, el reino de Pogacar a quien, en justa correspondencia, le será imposible aplanas los pedruscos de Roubaix. Será hermoso, único, cuando llegue, un duelo entre ambos en los repechos de las Ardenas. “Llegará este año”, anuncia el neerlandés. “Esta noche vamos a celebrar bien la victoria, después me recuperaré y sí, correré la Lieja dentro de dos semanas”.
La fascinación de la Roubaix –260 kilómetros, 56 de ellos de pavés, en cinco horas y 25 minutos–, aunque algunos piensen en escupirle cuando pasa altivo, superior entre ellos, o arrojarle culos de cerveza, como en los ciclocross o en Flandes, o una gorra a las ruedas, como una mujer en la travesía hacia Roubaix, es Van der Poel pedaleando, y su marcha, a casi 50 por hora, tan veloz, recorre un camino geográfico y también la historia, que abraza con deseo mientras despedaza a sus rivales a través de pueblos agrícolas que desaparecen, mineros que han desaparecido, ruinas de industrias de la primera revolución industrial siderurgias, textiles, ante muñecos gigantes con pañuelos rojos por el Cruce del Árbol, ante su café solitario, aún recuerdos de la Segunda Internacional, y las notas de la Internacional, el himno proletario que allí, en Lille, tan cerca, se compuso, y recuerda la verdad última del ciclismo, las raíces de un deporte siempre antiguo también en los tiempos tan modernos de tránsfugas de clase, y la verdad revolucionaria de los ciclistas, la suya y también la de los que no pueden sino quedarse a cola del pelotón, donde solo hay pedos y caídas, y, en Roubaix, el polvo de los caminos de piedras, de la leyenda que a todos los que terminan envuelve.
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